LUZ TENUE PARA DOLORES DEL RÍO
por Roberto Villarreal Sepúlveda (septiembre de 2012).
tenue.(Del lat. tenŭis).1. adj. Delicado, delgado y débil.
En alguna ocasión, Sergio García, nuestro afamado director de teatro me platicó que conoció a Dolores del Río cuando fue invitado al Festival Internacional Cervantino. La actriz, entonces cercana a la setentena lo recibió (ella, como presidenta del patronato; él, como invitado al evento) cuando caía la tarde, en un patio donde había sombras que la resguardaran: tenía que cuidar su imagen y disfrazar a la edad. Esta anécdota me volvió a la mente cuando leí el breve capítulo dedicado a la actriz mexicana en el libro Dropped Names (HarperCollins, 2012) del actor Frank Langella, donde recuerda a distintas personalidades con las cuales tuvo acercamiento, amistad, trabajo o simples miradas como pasó con nuestra Lola.
Frank Langella, autor y actor
Comenta Langella que en 1956 fue
asistente-aprendiz en uno de los llamados “summer theater”, temporadas de
teatro que se realizaban en diversas regiones del país, en las salas que poseen
diversos pueblos norteamericanos. Fue en las montañas de Pennsylvania. Se
representaría, por ocho días, la obra “Anastasia” donde Dolores interpretaba el
papel principal y como su supuesta abuela, estaba la actriz húngara Lili Darvas,
quien era dos años más joven que nuestra idolatrada diva. Darvas llegaba
durante el día, comía con los técnicos, llevaba una vida normal. Dolores
aparecía a pocos minutos de que se levantara el telón, impecablemente vestida y
maquillada, se sentaba en su camerino improvisado, para luego entrar a escena y
dar una función exacta, sin errores, igual a la anterior y a la siguiente.
Había la orden de que nadie la molestara, ni se le acercara, ni le hablara.
Langella tenía 18 años y la mujer le intrigaba. A lo más que llegó fue a pasar
frente a ella, sonreírle y Dolores le correspondió asintiendo con la cabeza.
Cuando alguien le preguntó a Lili Darvas si alguna vez iría Dolores en otro horario, contestó que de ninguna manera. Dolores se la pasaba encerrada en su cuarto con las cortinas cerradas. Viajaba en su limosina con su asistente y el chofer. Tomaba baños de leche, como hacía Cleopatra, según cuenta la tradición. Cuidaba su piel pero mantenía su leyenda. Al término de la función recibía el último aplauso, sola en el escenario. Mientras la gente la alababa, ella salía por detrás de la escenografía hacia su limosina para evitar que la gente la buscara al término de la obra para verla, platicarle o pedirle autógrafo.
Langella termina su artículo de una
manera muy bella al comentar “uno podría recordarla como una mujer mayor
desesperada por preservar su belleza, viviendo de la ilusión o de su
reputación; o quizá, a través de los ojos de un jovencito de dieciocho años,
como el epítome de glamour, disciplina y profesionalismo”.
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